viernes, 22 de octubre de 2010

Mito del origen y fin del mundo de los Tehuelches

Kóoch en la mitología tehuelche, es el creador, aunque no de los hombres, sí del resto del Universo. En tiempos muy lejanos, tanto que no se pueden medir, en el mundo sólo existían dos cosas: Kóoch, que siempre estuvo, y una oscuridad muy densa. Y tanto tiempo pasó Kóoch en las tinieblas, y tal era su soledad y su pena, que un día empezó a llorar...

... y fue tan profundo su llanto, que sus lágrimas formaron el Arrok, el Mar acre de las tormentas y las desazones. Que era salado por estar hecho del llanto de Kóoch

Al advertir el crecimiento de las aguas, Kóoch suspiró, y así formó a Xóchem, el viento, que comenzó a correr arrastrando consigo a las tinieblas, preparando el camino para la llegada de la luz.

Cuando apareció la claridad, el creador del Universo se sintió tan feliz, que decidió continuar con su obra. La luz aún no era suficiente para poder apreciar totalmente el mar, por lo que levantando el brazo, y rasgó con tal fuerza el velo de la penumbra, que su gesto encendió una enorme chispa de fuego que siguió el derrotero de su mano. Así nació Xaleshem, el sol.

El calor del sol, al entrar en contacto con el mar, dio origen a las nubes, Teo.
El alocado viento comenzó a perseguir a las nubes, y su risa profunda y retumbante, dio origen a Katrú, el trueno.

Teo, cansada de estos juegos, fulminó al viento con la mirada, y así nació Lüfke, el relámpago.

Sin embargo, pronto el dios comenzó a aburrirse, comprendiendo que su obra aún no estaba terminada; entonces, comenzó a elevar parte de la tierra que estaba debajo del mar y construyó una isla, sobre la cual modeló montañas y llanuras. Entonces, sus hijos, admirados por la belleza de la Isla, comenzaron a derramar sobre ella todas sus dádivas.

El sol enviaba su luz y su calor entibiando la tierra, la nube correteada por el viento, al rozar las altas montañas, derramaba la lluvia que llevaba en su vientre, formando ríos y arroyos.

Pronto la acción benefactora de todos ellos comenzó a rendir sus frutos, los ríos y arroyos formaron los lagos que se poblaron de peces, sus aguas regaron la tierra donde pronto nacieron las primeras plantas; sus suculentas hojas se convirtieron en alimento lo que trajo aparejado la aparición de los primeros animales.

Los primeros hijos de Kóoch se sentían celosos de la nueva creación y en ocasiones enviaban demasiadas lluvias anegando la tierra y matando las plantas. En vista de esta situación, Kóoch reunió a los revoltosos y les habló firmemente, y desde ese momento volvió a reinar la armonía.

En la isla creada por Kóoch, todo se deslizaba apaciblemente, pero fuera Tons, la oscuridad absoluta expulsada por el viento del Universo Primigenio, pugnaba por recuperar la parte del cosmos que le correspondía por haber estado en ella desde siempre.
Para lograr su propósito, creó un ejército compuesto por seres demoníacos.

Kóoch ya se había enterado de los planes de Tons. Y si bien durante el día la mantenía a raya gracias a la presencia del Sol, durante la noche, la malvada oscuridad hacía de las suyas. Para impedirlo, el Creador dio origen a Keenyenkon, la luna, para que iluminara cuando el sol se alejara del cielo, pero ella se enamoró del rubio astro y no sólo lo acompañó durante algunos de sus viajes por el cielo, sino que muchas veces se perdía con él detrás de los Andes, sumiendo a la Isla en la negrura.

Kóoch decidió bendecir esta unión con la llegada de dos mellizos, Wun y Etensher, que eran los encargados respectivamente de avisar a los habitantes de la Isla la aparición o desaparición de sus padres, pero ni el cielo del amanecer ni el del ocaso tenían color alguno

Una noche, uno de los hijos de Tons, un gigante llamado Nóshtex raptó a la nube y la mantuvo cautiva durante tres días con sus respectivas noches, durante las cuales engendró en ella al semidiós El'Al.

Kóoch, enterado de esta afrenta desató sobre el raptor una maldición, por la cual El'Al superaría en belleza y poder a su propio padre, y como si eso fuera poco, el futuro hijo sería admirado y venerado por todos los seres vivos.

Al conocer esta maldición Nóshtex presa de un furor inenarrable abrió el vientre de Teo, la nube, con un puñal para acabar con la criatura que crecía en su vientre.

Sin embargo, Ter-werr, un tucutuco logró rescatar al niño con vida y lo escondió en su cueva; pero el esfuerzo fue insuficiente para salvar a Teo, quien murió desangrada.

La sangre derramada por Teo salpicó a los mellizos hijos de la luna y el sol tiñéndolos de todos los tonos de rojo que hoy muestran el alba y el ocaso. De allí en más, los amaneceres y los atardeceres patagónicos poseen esos colores tan característicos


Es así que las aves fueron las que resguardaron al pequeño El'Al, convirtiéndose en sus custodios y su escolta, su protección y su sustento.
Y así, escondiéndose entre las grutas, El’Al pudo finalmente afincarse en la Mapu, y cuando tuvo la fuerza suficiente, dio muerte a su padre luego de una feroz lucha.

El’Al montado en el lomo de su amigo Kóokne, el Cisne, voló rumbo a la Patagonia que era sólo hielo y nieve cuando el cisne la cruzó, volando, por primera vez.
Venían El’Al y Kóokne de más allá del mar, de la isla divina donde Kóoch había creado la vida y donde había nacido el pequeño El’Al, quien montado sobre el blanco lomo del cisne, fue depositado sano y salvo en la cumbre del cerro Chaltén.
Dicen también que detrás del cisne volaron el resto de los pájaros, que los peces los siguieron por el agua y que los animales terrestres cruzaron el océano a bordo de unos y de otros.
Así la nueva tierra se pobló de guanacos, de liebres y de zorros; los patos y los flamencos ocuparon las lagunas y surcaron por primera vez el desnudo cielo patagónico los chingolos, los chorlos y los cóndores.

Por eso El’Al no estuvo solo en el Chaltén: los pájaros le trajeron alimentos y lo cobijaron entre sus plumas suaves. Durante tres días y tres noches, permaneció en la cumbre, contemplando el desierto helado que su estirpe de héroe transformaría para siempre.

Cuando El’Al comenzó a bajar por la ladera de la montaña le salieron al encuentro Kokeske y Shíe, el Frío y la Nieve.
Los dos hermanos que hasta entonces dominaban la Patagonia lo atacaron furiosos, ayudados por Máip, el viento asesino.
Pero Elal ahuyentó a todos golpeando entre sí unas piedras que se agachó a recoger, y ése fue su primer invento: el fuego.

Se cuenta que El’Al siempre fue sabio y un gran inventor, y que desde muy pequeño supo cazar animales con el arco y la flecha, instrumentos que él mismo había concebido
Que ahuyentó al mar con sus flechazos para agrandar la tierra, que creó las estaciones, amansó las fieras y ordenó la vida. Y que un día, modelando estatuillas de barro, creó a los hombres y las mujeres, los tehuelches.
A ellos, a sus Chónek, les confió los secretos de la caza: les enseñó a diferenciar las huellas de los animales, a seguirles el rastro y a poner los señuelos, a fabricar las armas y a encender el fuego. Y también a coser abrigados quillangos, a preparar el cuero para los toldos hasta dejarlo liso e impermeable... y tantas, tantas otras cosas que sólo él sabía.

Cuentan que hasta la Luna y el Sol están donde están por obra de El’Al, que los echó de la Tierra porque no querían darle a su hija por esposa. Y que el mar crece con la luna nueva porque la muchacha, abandonada por el héroe en el océano, quiere acercarse al cielo, desde donde su madre la llama.

Finalmente El’Al, el sabio, el protector de los tehuelches, dio por terminados sus trabajos. Dicen que un día, poco antes del amanecer, reunió a los chónek para despedirse de ellos y darles las últimas instrucciones.
Les anunció que se iba, pidió que no le rindieran honores pero sí que transmitieran sus enseñanzas a sus hijos, y éstos a los suyos, y aquéllos a los propios, para que nunca murieran los secretos tehuelches. Y cuando ya asomaba por el horizonte, El’Al llamó al cisne, su viejo compañero. Se subió a su lomo y le indicó con un gesto el este ardiente.
Entonces el cisne se alejó del acantilado, corrió un trecho y levantó vuelo por encima del mar.

Inclinándose sobre el ave que lo llevaba y acariciando su largo cuello, El’Al le pidió que le avisara cuando estuviera cansado. Cuando el cisne se quejaba, El’Al disparaba una flecha hacia abajo, y con cada flechazo surgía en el agua una isla donde era posible posarse a descansar.

Dicen que varias de esas islas se distinguen todavía desde la costa patagónica, y que en alguna de ellas, muy lejos, adonde ningún hombre vivo puede llegar, vive El’Al. Sentado frente a hogueras que nunca se extinguen, escucha las historias que le cuentan los tehuelches que, resucitados, llegan cada tanto para quedarse con él, guiados por el magnánimo Wendeunk.
Es así que los Tehuelches creían en la transmigración de las almas, por lo que enterraban a sus muertos con diversos objetos que les servían para la vida futura
Con todo el difunto tiene que cruzar un mar misterioso llamado Jono para llegar a la otra orilla, donde lleva una vida semejante a la terrestre
En este lugar permanecen hasta que se deifica y desaparece en el espacio celestial donde no hay sufrimiento de ninguna clase
 

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